martes, 28 de noviembre de 2017

La historia del niño que olvidó dibujar

Hace tiempo una buena amiga compartió esta historia conmigo. Cuando terminé de leerla, dibujé una flor.

Una vez el pequeño niño fue a la escuela. Era muy pequeñito y la escuela muy grande. Pero cuando el pequeño niño descubrió que podía ir a su clase con sólo entrar por la puerta del frente, se sintió feliz.

Una mañana, estando el pequeño niño en la escuela, su maestra dijo:

– “Hoy vamos a hacer un dibujo”.

– “Qué bueno”- pensó el niño, a él le gustaba mucho dibujar, él podía hacer muchas cosas: leones y tigres, gallinas y vacas, trenes y botes.

Sacó su caja de colores y comenzó a dibujar.

Pero la maestra dijo:

– “Esperen, no es hora de empezar”- y ella esperó a que todos estuvieran preparados.

– “Ahora”- dijo la maestra. “Vamos a dibujar flores”.

– “¡Qué bueno!” – pensó el niño, – “me gusta mucho dibujar flores”. Y empezó a dibujar preciosas flores con sus colores.

Pero la maestra dijo:

– “Esperen, yo les enseñaré cómo”. Y dibujó una flor roja con un tallo verde. El pequeño miró la flor de la maestra y después miró la suya, a él le gustaba más su flor que la de la maestra, pero no dijo nada y comenzó a dibujar una flor roja con un tallo verde igual a la de su maestra.

Otro día cuando el pequeño niño entraba a su clase, la maestra dijo:

– “Hoy vamos a hacer algo con barro”.

– “¡Qué bueno!”- pensó el niño- “me gusta mucho el barro”. Él podía hacer muchas cosas con el barro: serpientes y elefantes, ratones y muñecos, camiones y carros y comenzó a estirar su bola de barro.

Pero la maestra dijo:

– “Esperen, no es hora de comenzar”- y luego esperó a que todos estuvieran preparados.

– “Ahora”- dijo la maestra-“vamos a moldear un plato”.

– “¡Qué bueno!” pensó el niño. “A mí me gusta mucho hacer platos”. Y comenzó a construir platos de distintas formas y tamaños.

Pero la maestra dijo:

-“Esperen, yo les enseñaré cómo”. Y ella les enseñó a todos cómo hacer un profundo plato.


-“Aquí tienen” -dijo la maestra- “ahora pueden comenzar”. El pequeño niño miró el plato de la maestra y después miró el suyo. A él le gustaba más su plato, pero no dijo nada y comenzó a hacer uno igual al de su maestra.

Y muy pronto el pequeño niño aprendió a esperar y mirar, a hacer cosas iguales a las de su maestra y dejó de hacer cosas que surgían de sus propias ideas.

Ocurrió que un día, su familia, se mudó a otra casa y el pequeño comenzó a ir a otra escuela. En su primer día de clase, la maestra dijo:

– “Hoy vamos a hacer un dibujo”.

– “Qué bueno” – pensó el pequeño niño y esperó que la maestra le dijera qué hacer.

Pero la maestra no dijo nada, sólo caminaba dentro del salón. Cuando llegó hasta el pequeño niño ella dijo:

– “¿No quieres empezar tu dibujo?”

– “Sí”- dijo el pequeño – “¿qué vamos a hacer?”

– “No sé hasta que tú no lo hagas”- dijo la maestra.

– “¿Y cómo lo hago?” – preguntó.

– “Como tú quieras”- contestó.

– “¿Y de cualquier color?”

– “De cualquier color” – dijo la maestra. “Si todos hacemos el mismo dibujo y usamos los mismos colores, ¿cómo voy a saber cuál es cuál y quién lo hizo?”

-“No sé”- dijo el pequeño niño.

Y comenzó a dibujar una flor roja con el tallo verde.
Helen Buckley (1982)

Afortunadamente, existen las mudanzas y las maestras (y maestros) que nos recuerdan todo lo que sigue dormido dentro de nosotros. A menudo, es complicado despertarlo de nuevo después de tantos años aletargado, pero paso a paso, día a día... confío en que una flor de mil colores resurgirá.


sábado, 18 de noviembre de 2017

Cartas en el cajón

En realidad, estaban en un enorme cesto de mimbre. En alguna mudanza pasaron a mejor vida. Cientos de cartas, acumuladas tras largos años, acabaron en el contenedor de reciclaje de papel.

A veces, me arrepiento un poco porque me entran ganas de jugar, como entonces, a meter las manos entre ellas, tirarlas hacia arriba y quedarme con una, la elegida por el azar, para releerla. Pero a mi nostalgia le gana siempre mi necesidad de orden y de espacio, así que me conformo con el recuerdo.

Creo que siempre se me ha dado mejor expresarme por escrito que hablando. De adolescente, les escribía cartas a mis amigas para abrirles mi corazón, como sólo en esa etapa llega a hacerse. Al principio, ellas se extrañaban cuando les entregaba un folio con mi letra.

“¿Y esto? Pero si acabamos de hablar”. “Ya, pero yo estas cosas que escribo no sé decirlas de viva voz”.

Y “esas cosas” eran mis preguntas sin respuesta acerca del mundo, de la vida, mis desencuentros internos y todo aquello que me hacía sentirme un poco extraterrestre en medio del mundanal ruido.

Ellas (y muchas veces, ellos) terminaban contagiándose y, así, se creaba una relación paralela a la verbal. Estaba lo que vivíamos “en vivo” (¿lo más prosaico?) y, por otra parte, lo que transmitíamos y compartíamos en el papel, tal vez lo más sublime.

Las cartas, recibidas en mano o por correo -lo que añadía el placer de abrir el buzón, encontrar el sobre, rasgarlo-,  significaban reconocer la caligrafía del remitente, tratar de descubrir qué ponía debajo los tachones, sentir el relieve en muchos casos que quedaba en el papel, entregarse al placer de la lectura en algún rincón solitario de casa.

Con el tiempo aparecieron los correos a través de Internet. Necesité un tiempo para poder ser “yo misma” sin mi caligrafía (y ahora casi me ocurre a la inversa: no soy nadie sin el teclado).

Reconozco que se perdía el encanto de lo manuscrito, pero se mantenía la magia del contenido: cuántas emociones se habrían quedado enquistadas, sin el medio escrito para desvelarlas; cuántas otras se desbordaron por eso mismo.

Creo que ahora damos demasiada importancia a la inmediatez, relegando a un segundo plano la reflexión, el sosiego de sentarse a vomitar todo lo que llevamos dentro y, cómo no, sentarse a saborear el largo mensaje de respuesta, tras una justa espera.

Hoy todo es brevedad e inmediatez. Caracteres contados, como en la época de los telegramas. Respuesta inmediata. Y también le encuentro su encanto. Hay conversaciones de Whatsapp que merecerían estar en libros, por todo lo que llega a expresarse en tan poco texto, y con la inestimable ayuda de los emoticonos. Verdaderas conversaciones llenas de emociones: frescura, tensión, agilidad, malentendidos, risas, desencuentros, magia, misterio… Y a veces, también largas esperas. Nada hay peor que quedarse mirando cómo nuestro mensaje se queda sin su doble check azul y nuestro interlocutor deja de estar “en línea”. ¿Qué ha pasado? ¿Qué he dicho? ¿Qué ha atrapado su atención al otro lado de la red?

Reconozco que me he acostumbrado muy bien a estos nuevos modos de conversar. Y sigo sintiéndome mucho más cómoda escribiendo, aunque sea con dos dedos, en teclas mínimas dibujadas sobre la propia pantalla y reduciendo mis intervenciones a una frase corta o dos. Me gusta.

Pero a ratos, echo de menos la soledad del correo, escribir sin la presión de ser leída al instante, alargarme en mi discurso sin miedo a que mi lector se aburra de esperar tras el aviso de “Rocío está escribiendo…”

Y es que podría dibujar más de una historia de amistad sólo recopilando correos mutuos.

Como aquel verano punto de inflexión, en que Silvia estuvo apunto de quedarse a vivir con su novio de entonces en N.Y., y yo a punto de morir de tristeza, cuando mi príncipe azul decidió dejar de creer en los cuentos de hadas. Ella despertó a tiempo y yo también. Ambas descubrimos que podíamos seguir escribiendo cuentos, con otros príncipes, con plebeyos, o solas, y que podíamos decir “colorín colorado” todas las veces que hiciera falta.

Cuánto he crecido gracias a esta correspondencia con los amigos, cuánto mundo interior mío ha visto la luz gracias al papel (aunque fuera virtual).

Reconozco que, por el camino, he aprendido a equilibrar mi capacidad de expresión y ya consigo sacar de mí, y hasta disfrutar, las conversaciones profundas en “modo oral”, aunque sea de una forma más burda y mucho menos elaborada que cuando escribo. Los sofás en piso compartido han contribuido a ello en gran manera.

Aún así, de vez en cuando, sigue llegándome algún correo de estos de perderse en ellos y suenan campanitas dentro de mí. Disfruto leyendo y releyendo, y… luego, me cuesta mucho responder porque estoy muy desentrenada.

Pero es tan rico, tan fértil ese intercambio de ideas, de sensaciones, de visiones… Me da la vida. Por eso, agradezco tanto “la molestia” de quien aún insiste en saltarse la norma del minimalismo conversacional.


Que sí, que el cara a cara es estupendo, pero yo hoy brindo por las cartas, con sello o con arroba, en el cajón, en la bandeja de entrada o en el recuerdo. 


jueves, 28 de septiembre de 2017

Encrucijada


Llevo varias semanas meditando lo que podría escribir, sobre lo que me gustaría expresar al respecto del famoso procés. ¿Queda algo por decir? ¿Es necesario seguir ahondando en “más de lo mismo”?

Creo que argumentos hay ya demasiados encima de la mesa: muchos, muy razonables, sensatos y equilibrados (desde mi punto de vista, claro); otros, muy locos, infundados y viscerales; otros, muy tajantes, dogmáticos e intransigentes (por ambas partes, si es que, por simplificar, podemos hablar sólo de dos partes). Todo esto, repito, desde mi punto de vista, como no podía ser de otra forma.

He leído, he escuchado opiniones de un lado, del otro, declaraciones, entrevistas, artículos en prensa… Tengo mi particular opinión pero no sé si aporto algo compartiéndola. Al fin y al cabo, se parece demasiado a la de mucha gente “normal” de acá y de allá. Y el caso es que hoy ya sólo me queda desgana y mucha tristeza, mucha, mucha tristeza.

Me gustaría meterme en la cama, taparme y despertarme cuando las aguas se hayan calmado, cuando la cordura y la serenidad hayan hecho acto de presencia. Lo que pasa es que no sé si igual iba a estar dormida más tiempo que Blancanieves (*).

Sí que me gustaría preguntarle, con mucho respeto y curiosidad, al catalán medio que quiere independizarse, o al que considera que los catalanes –de manera unilateral- tienen derecho a decidir si quieren seguir formando parte de España: ¿Qué es para ti ser español?

Nunca me he atrevido a lanzar esa pregunta: ¿Qué significa para ti ser español, para que pongas tanto empeño en no serlo? ¿Qué crees, entonces, que soy yo, que me hago llamar española sin problemas? ¿Qué implica eso en tu imaginario?

No me llamo española como si fuera una marca que me imprime carácter y distinción. Me llamo española porque nací y habito en España. Por ello, soy capaz de percibir las cosas buenas que tiene “ser de aquí” (y las menos buenas) y quizás, mirar al mundo con una determinada mirada y no otra.

El peso de la historia y la fuerza de costumbres y tradiciones me aportan una determinada idiosincrasia, muy, muy, muy matizada por mi propia personalidad, mi historia familiar, mis viajes y estancias fuera de aquí. 

La primera vez que visité Cataluña, me encantó eso de que tuvieran su idioma y competía con mi hermano a ver quién aprendía más palabras, leyendo carteles, escuchando conversaciones… Era la época del “Barcelona, més que mai”. Volvimos a Sevilla la mar de ufanos, enseñándoles a nuestros amigos este “amplio vocabulario” contándoles cómo pronunciaban nuestros conocidos catalanes y cómo nos reíamos jugando con ellos al baloncesto.


Hoy, la verdad, me da pereza ir a pasar unos días a Cataluña porque “no está el horno para bollos”. Y eso me da mucha pena, pero es lo que siento.

Como tantísimos españoles, tengo familia y amigos catalanes, algunos de ellos con muchas ganas de dejar de llamarse españoles. Y no puedo entenderlo, sólo entristecerme aún más. Porque todo me indica que llevan mucho tiempo contándoles historias para no dormir, como ha pasado siempre que las pesadillas se han hecho realidad. Y la historia está llena de esos momentos.

Y sé que desde “el Gobierno Central” no se ha estado a la altura de la situación. Se ha tenido en cuenta el marco legislativo pero no el humano. Se ha querido parar a golpe de reglamento lo que requiere mucha más altura de miras.

Y, entre unos y otros, aquí estamos.

Y yo no quiero estar así. Ni puedo irme a hibernar hasta que todo pase. Así que ya me diréis…

Si pudiéramos trascender “denominaciones de origen”, símbolos y acentos… Y hacernos entender, usando nuestros idiomas como puentes, no como banderas distintivas... Y trabajar juntos para crear una sociedad más justas, con mayor bienestar para todos, formada por individuos responsables…

Me viene a la mente el título de una película: “¿Existe alguna posibilidad, por pequeña que sea, de salvar lo nuestro?" Pero el caso es que por mucho que “googleo” no doy con ella, está completamente desaparecida. Quizás sea una señal. Espero que no.
(…)

Antes de terminar esta reflexión, a la que llevo dos días tratando de dar forma, la más dura de cuántas he escrito bajo este peral, me llega una respuesta de mi hermano, apuntándome el secreto del título de la película perdida.

Resulta que “¿Existe alguna posibilidad, por pequeña que sea, de salvar lo nuestro?" era el título que iba a llevar la que finalmente fue “La Flor de mi Secreto”, de Almodóvar.

En una magistral escena, Leo (Marisa Paredes) se dirige a Paco (Imanol Arias):


"Paco, yo soy muy burra y a veces no me entero. O sea, que te ruego que respondas de una puta vez: ¿Existe alguna posibilidad, por pequeña que sea, de salvar lo nuestro?"

A lo que Paco responde tajante: “Ninguna”

Ahora sí que espero que esto no sea una señal.

El caso, es que, sea cual sea el desenlace de esta película nuestra, lo que necesitamos es que sea pacífico, que podamos encontrar nuestro lugar, juntos o no, en un marco de respeto y de sana convivencia. Un reencuentro o un divorcio bien avenido.

Yo preferiría lo primero, el tiempo lo dirá.

Termino con otra frase fantástica de la película:

“¡La realidad! ¡Bastante realidad tenemos cada una en nuestra casa! La realidad es para los periódicos y la televisión... Y mira el resultado. Por culpa de ver y leer tanta realidad el país está a punto de explotar. ¡La realidad debería estar prohibida!”

Gracias, Almodóvar.

Con todo, confío: esperança, més que mai!

(*) Me apuntan que la que durmió largo tiempo a la espera de un beso fue La Bella Durmiente, como su propio nombre indica.

miércoles, 20 de septiembre de 2017

Lugares Comunes...

...o la fortuna de la "vuelta al cole".

Descubrí la expresión “lugares comunes” gracias a la película del mismo nombre que interpretan magistralmente Federico Luppi y Mercedes Sampietro. Desde entonces, ejerce sobre mí un poder especial, una suerte de atracción-repulsión porque deseo huir de los lugares comunes, como chica leída y escribida que me creo, pero a la vez, siento que son espacios en los que uno puede sentirse verdaderamente a gusto y dejar, por fin, al alma en zapatillas.

En el párrafo anterior, por ejemplo, detecto ya al menos 4 lugares comunes “literarios”, o expresiones manidas de tan repetidas (y la suma aumenta). Pero, cómo huir de ellas, cómo no dejarme mecer en su comodidad. Sería cómo tirar, por fin, esas sandalias que compré hace años y que, verano tras verano, acumulan kilómetros de paseos, pese a que hace tiempo pensé en renovarlas y ya compré otras más bonitas, más modernas…

El caso es que los lugares comunes vitales producen apatía cuando uno se asoma demasiado a su interior. Y, sin embargo, no hay nada como quedarse ahí dentro, donde todo es conocido y seguro, después de un buen zarandeo de la vida.

Y hoy, tras un verano complicado en lo familiar, y aún más en lo social, político y medioambiental… pienso en la “vuelta al cole” con la ilusión de quien regresa a casa. Hay que saber irse, saber alejarse y volar. Pero también hay que saber volver.

Y este año regreso con alegría (mañana a las 6:30 no os diré lo mismo), con una sensación liviana que me encantaría mantener por mucho tiempo (sé que no será así). Quiero encontrarme con los compañeros (en dos días, estaré perfeccionando mis técnicas de mimetismo con la mesa del ordenador para pasar desapercibida), quiero evitar perderme en la tarea y levantar la mirada para ver el bosque más allá de los árboles, y la solución más allá del conflicto.

Hoy me siento afortunada, inmensamente afortunada. Me pregunto qué me diferencia de alguien que hoy lo ha perdido todo en México, o estas semanas atrás en las islas del Caribe, con los huracanes. Nada, dos seres humanos en dos puntos del planeta. ¿Merezco tanta fortuna, pues? Supongo que no, como tampoco merece tanta desgracia el que hoy sufre en esos lugares.

No es cuestión de “justicia”, ni de “merecimiento”. Es la vida. Brutal y hermosa. Tajante y espléndida.

Así que he decidido, sólo por hoy, dejarme mecer por el brazo generoso que la vida me ofrece. Y reconocer el dolor de quien hoy sufre. Y tenerlo como referente para huir de actitudes victimistas y, desde luego, dejar de ahogarme en vasos de agua. Y echar una mano en lo que se pueda.

Supongo que, para empezar, sentirse acogido en el dolor ya es algo, por eso desde mi pequeña “speaker’s corner” allá va mi grito de: “estamos con vosotros, con todos los que estáis sintiendo la fuerza devastadora del planeta: mucho ánimo, fuerza y todo nuestro apoyo”.


martes, 22 de agosto de 2017

Defender la alegría (2)


Eran los tiempos de la Revolución China y ella apenas tenía cinco años. Hasta entonces, había tenido una vida feliz, en una bonita casa, con su familia acomodada. Disfrutaba jugando cada tarde con los niños del pueblo.

De repente, un día, los que eran sus amigos ya no querían jugar más con ella, ni siquiera tenerla cerca. Le gritaban palabras feas y le decían que se fuera. “Vete, vete, apestada”.

Ella se sentía muy muy triste, en su pequeña cabecita no cabía explicación a lo que estaba ocurriendo.

Su abuela la abrazaba y le decía: “Tranquila, pequeña mía, no te preocupes. ¿Sabes lo que les pasa a tus amigos? Que han contraído una enfermedad. Y es que se les pone como una telita en los ojos, que no les deja ver bien. No pueden reconocerte, no saben que eres tú, su amiga de siempre. Pero un día se les va a caer esa telita y todo volverá a ser cómo siempre”.

Ella lloraba y lloraba, pero de alguna forma, se sentía consolada por la explicación de su abuela.

Algunas tardes, se atrevía a salir de casa a ver si, por fin, había llegado el día de la caída de ese velo de los ojos. Pero no, seguían insultándola y algunos le tiraban piedras para ahuyentarla.

Hasta que dejo de salir, con la tristeza instalada para siempre en su corazón.

Se dedicó a leer mucho y a estudiar, se sumergió en un mundo que no pudiera defraudarla nuevamente. Se convirtió en médico y estudió acupuntura. Fue una excelente profesional y llegó a salir de su país para conocer otros mundos.

Vivió en Argentina y en España. Y un día, en su consulta madrileña alabó mi alegría y me pidió que la expandiera todo lo que pudiera. “El mundo necesita alegría”, me dijo en su peculiar castellano.

Y hoy pienso en ella, que se volvió a Argentina, y la imagino tan pequeña, anidando esa sensación de incomprensión, de soledad, de espera infinita. Y quiero dedicarle este pequeño homenaje, allá donde se encuentre.

El mundo es muy complejo y está lleno de blancos para unos, que son negros para otros, y de desavenencias, rencillas y valores diferentes. Y sé que uno debe defender sus valores y, sobre todo su vida, su libertad y su seguridad. Y la de sus seres queridos.

Pero la firmeza y la defensa no deberían ir de la mano del odio generalizado a un pueblo de donde han salido unos pocos locos. Los fanáticos, los ebrios de poder y sus soldados “amaestrados” no tienen pueblo, por mucho que se amparen en una religión y una lengua.

Y los inocentes están por todas partes. No permitamos que se instaure para siempre la tristeza o el odio en el corazón de los inocentes.

Hagamos sitio a la alegría. Una alegría profunda, digna de ser respetada y que se hace respetar. Una alegría que se contagia y que tiende la mano. Una alegría que conversa, que comprende, que da vida, que hace que merezca la pena amanecer un día más.

*Fotografía de un atardecer en las playas del Parque Nacional de Corcovado (Costa Rica)