domingo, 11 de diciembre de 2016

Meditaciones bajo el peral

Hace fresco para estar aquí afuera a esta hora, sentada bajo mi árbol, meditando. Llevo desde esta mañana asomándome cada rato, mirando por la ventana y queriendo salir a sentarme bajo su sombra. Pero cualquier excusa se interponía en el camino, deteniéndome incluso cuando ya estaba a punto de abrir la puerta de la calle. De hecho, llegué a salir a tender, diciéndome: “pues, ahora voy y me siento un ratito sobre la piedra plana, al lado de mi peral, a disfrutar”. Pero sonó el teléfono en casa y volví adentro. Y hasta que no ha caído el sol no he visto el momento de salir.

Cómo me enredo en tonterías para posponer mis ratos de auténtico disfrute. Cómo me las compongo para encontrarme en el camino mil y una distracciones que me separan de mi momento de silencio. ¿Por qué?

Ya he renunciado a descubrir los motivos, sé que es así, y que seguirá siendo así mientras yo quiera. Nada me bloquea la posibilidad de elegir más que yo misma.

Sé que sentarme en silencio a dejarme estar, dejarme ser… es algo que… se desdibuja si trato de definirlo, se emborrona, y aun así, lo intento, ya que la palabra es lo único con lo que cuento para tratar de expresarlo. Esos momentos son… ¿mágicos? Para nada. Son instantes en los que me cuerpo se siente incómodo, la mente se siente rara y los pensamientos se disparan (“¿qué hacemos aquí?” “Y ahora, ¿qué va a pasar?, ¿será algo muy místico, entraré en trance?” “Oh, oh, un ruido en la calle, ¿de qué se trata?”) y así un buen rato.

El caso es que hay ruido, hay picores, o molestias en la pierna, la espalda se siente dolorida, la mente está a la expectativa, me desdoblo en la que trata de aceptar y observar y la que escudriña todo con una atención (¿a-tensión?) propia de un espía de guerra.

Pero por un instante, un breve instante, algo se queda en silencio y todo se coloca en su lugar. Es apenas un esbozo de algo, casi imperceptible, una quietud en movimiento, una autenticidad, una presencia que le da sentido a todo.

Y entonces me siento contenta porque pienso que “lo he hecho bien” y ahí es cuando todo se va al traste de nuevo, ya que yo no he hecho nada, ni hay nada bien hecho o mal hecho en todo esto, ni siquiera, al parecer, hay un yo, sino una proyección de un todo.

Vuelven las preguntas, el ruido, la confusión, los juicios y la dualidad. Bien/mal, correcto/incorrecto, yo/ellos, lo mío/lo suyo, cierto/incierto. Separación.

Y me levanto todo lo compasiva que puedo y me perdono. Vete tú a saber lo que es la realidad. Atisbo ciertas “verdades”, intuyo realidades mucho más plenas y amorosas que esta ensoñación en la que al parecer vivo, pero eso que algunos comentan que es la realidad, para mí, aún no es más que una intuición, un cierto sueño. Sólo esos breves instantes siento certezas, y me prometo que voy a repetir estos momentos más a menudo para seguir buceando en ellos. (“Sí, sí, sí, a partir de ahora, me siento cada día bajo mi peral y a ver qué pasa”).

Pero llega la primera excusa facilona y la encuentro perfectamente válida para zafarme de mi promesa. Y así me mantengo en la duda de si la realidad es el mundo de los sentidos, el de la dualidad y la separación, siendo el otro un sueño muy deseable; o si la realidad es esa luz que se abre paso en las pequeñas grietas que surgen en este sueño cuando me permito un rato de silencio.

sábado, 29 de octubre de 2016

Feliz Cumpleaños

Hoy cumples 40, yo quería hacer algo muy especial para celebrarlo y no he hecho nada.

Ha llegado el día y no tengo esa fiesta sorpresa que he imaginado en más de una ocasión. No he preparado un vídeo emotivo, ni un álbum de fotos, ni tengo el regalo que te dejaría con la boca abierta. 

Podría decir, como Serrat, que, no hago otra cosa que pensar en ti -y en tu cumpleaños- y no se me ocurre nada, pero tampoco es cierto: se me han ocurrido miles de cosas y no he llevado ninguna a la práctica.

Y me siento fatal, no puedo evitarlo. Vivimos en una época de hacer de cada evento algo original, inmortalizando cada momento, pintando de purpurina cada recuerdo, transformando cada instante vivido en un fotograma de musical con banda sonora nominada a los Óscar. Y yo quería ofrecerte purpurina, música envolvente, magia y emoción.

Pero no. 

Nuestro amor es muy de vaqueros y zapatillas, de botas de montaña y bastones, de cara lavada e improvisación. Y me encanta nuestro estilo, aunque a veces, ya sabes, eche en falta un poco de sofisticación ("mardito" Hollywood).

Siempre recuerdo con muchísimo cariño todas las sorpresas que nuestros amigos tenían pensadas para nosotros el día de la boda: cómo se lo curraron, no podíamos imaginarnos tanta creatividad, tanta dedicación, tantas risas. Y yo quería estar a la altura en esta fecha tan señalada.

Y ¿por qué no lo hice? Aun ando debatiéndome internamente a la búsqueda de las causas reales: ¿procrastinación?, ¿pereza?, ¿miedo a no hacerlo bien? ¿todas las anteriores son correctas?

Puede ser. Me ocurre tan a menudo… que la vida pasa y mis proyectos se quedan en eso, en proyectos. Tengo ideas estupendas, que pasan como estrellas fugaces por mi mente, dejando una estela de asombro dentro de mí. “Sí, sí, eso quiero” –grito por dentro, como un niño pequeño-, pero al rato aparece otra estrella y me engancho de nuevo a su estela: “Esa, esa sí que es fabulosa”. Y luego, otra, y otra: “No, no, mejor aquella, ¡aquella sí!”.

Pero no. Ni una, ni otra… Permanezco en el mundo de las ideas y materializo poco.

Si pudiera mostrarte en una pantalla de cine lo que ha pasado por mi cabeza en todo este tiempo de “planificación”, podrías ver a Salvi dedicándote una canción en el escenario de una macrofiesta sorpresa, o una presentación emotiva con fotos de tu familia, de los amigos, de nuestros viajes, acompañada de Bohemian Rapsody y otros temazos, así como leyendas a pie de página de las que hacen soltar una lagrimilla. O una cena para dos en algún restaurante con encanto. 

Sin embargo, todo quedó en el aire. Y me pregunto si no estará bien así. En el fondo, lo que quería expresarte con todos estos planes novelescos es que somos muchos los que te queremos. Quería que te sintieras acompañado del calor de todas las personas que piensan que eres “un chico excelente”. Quería decirte que todo este tiempo, desde aquel primer cumpleaños tuyo en que estuve presente, ha pasado en un suspiro y me ha llenado el corazón de paz, de admiración, de ganas de querer sacar cada día mi mejor versión.

Porque a tu lado me siento aceptada plenamente, para ti todo está bien: mis días soleados, mis nubes y mis tormentas, mis silencios y mi parloteo, mis pasos adelante y mis huidas. 

En el fondo, la fiesta y la parafernalia no eran más que el disfraz de Halloween de un amor que cumple 9 años. Porque, ¿cómo decir “te quiero” sin que resulte demasiado banal, demasiado empalagoso, insustancial o pretencioso? ¿Cómo brindar por tu autenticidad, tu sencillez, tu entrega, tu alegría, tu mirada acogedora, tu abrazo cotidiano, tu buen humor, tu paciencia, tus sinsentidos, tu espíritu Ted Mosby, tu respeto y tu libertad?

A lo mejor, enmascarado de fiesta, de papel regalo, de globos y confeti, el mensaje quedaba más patente…

Puede. Oooo… (como diría nuestro Barney Stinson), también puede que este mensaje no necesite vagar en una botella por los océanos para llegar a ti, ni requiera de bolas de discoteca para brillar, ni de grandes fastos o sorpresas espectaculares para dejarte huella. A lo mejor, basta con el abrazo de primera hora de la mañana, con el beso antes de dormir, con la presencia cotidiana y el camino recorrido juntos. 

Y ahí no hay quien nos pare, prin: más de ciento treinta mil kilómetros recorridos en coche; en avión, ni sé –y es que nos hemos paseado por los cinco continentes-, hemos gastado suela –literalmente- en valles y montañas, (eh, ¿puedes oír  la música de fondo que ha empezado a sonar en mi cabeza? …Ain’t no Mountain High Enough)


Con esta banda sonora y todo el amor que llevamos en la mochila, yo sigo caminando a tu lado, a ver si en los próximos diez años consigo darle forma a alguna de las ideas locas que surcan mi mente y, para tus 50, tenemos fiestón. 

FELIZ CUMPLEAÑOS, FELIZ ANIVERSARIO, FELIZ TODO

https://www.youtube.com/watch?v=r0OvZm7sFnI


domingo, 4 de septiembre de 2016

Naderías


De pequeña, podía pasarme horas mirando algo bonito. Y para mí algo bonito no solía ser una obra de arte o algo pretendidamente estético, sino más bien cualquier cosa que casualmente me resultara llamativa por alguna razón que sólo entendía mi espíritu. 


Me podía quedar hechizada mirando el envoltorio de un caramelo, o alguna bola en concreto del árbol de Navidad, o el efecto que hacían los lomos de dos o tres libros juntos en la estantería.


Me sigue pasando a menudo: me sigo quedando enganchada a la estética de cosas inútiles. 


¿Cómo resistirme al encanto de algunas bolsas de papel, de esas que te dan en las tiendas de lencería o en alguna joyería? (creo que compro más por tener la bolsa que por el producto en sí).


¿Y qué puedo decir de los lacitos? Esos que llevan ahora cosidos en los hombros la mayoría de blusas o vestidos, para facilitar su colgado en la percha? Tienen unos 30 cm y colores muy diversos. He llegado a guardar decenas de ellos. Hacían una composición tan bella todos juntos, como espaguetis multicolor…


Ayer, me atrapó la imagen de una caja de cápsulas de café de una conocida marca publicitaria (*). Era como volver a las tardes de siesta en vela de mi infancia (“si no queréis dormir, al menos estáis calladitos, para que podamos descansar los demás", decía mi madre). Y yo me iba al salón a inventar historias, en silencio o apenas murmuradas. Mirar esa caja era introducirse en un mundo de fantasía, ¿qué hay al otro lado de las puertas, subiendo la escalera? 


Y más que con el hilo de la historia en sí, me quedo con las sensaciones que se despiertan en mí. Esa taza de café, que promete conversaciones interesantes, e invita a sincerarse. La puerta que se entreabre: curiosidad. Los colores: alegría, acogida, familiaridad, cercanía, juego, sencillez. 

Todo por descubrir: tal vez un verano lleno de niños que descubren la magia de las chicharras y los grillos, que suben y bajan las escaleras entre juegos y risas, hasta que cae la tarde y se abren al aburrimiento. O quizás unos amantes clandestinos, aprovechando la complicidad de la tía Carmela, que sale al mercado a la hora justa, dejando “por olvido” las puertas de la casa entreabiertas. 


Historias que no existen en ninguna parte y que apenas se esbozan en mi cabeza, invocadas por el hechizo de esos objetos curiosos.


Las estanterías de casa apenas contienen objetos de decoración, sino pequeños tesoros, tan absurdos como encantadores, por la capacidad que tienen de evocar en mí breves historias y sensaciones placenteras.


Me pregunto qué te hace a ti perderte en un universo imaginario o engancharte absorto en la mera contemplación.

(*) Por si alguien no hubiera caído, se trata de Nespresso, y la imagen expuesta es de la caja de su última "creación" 

domingo, 14 de agosto de 2016

Meditando sobre la arena

Hay temas que se pasean recurrentemente conmigo y me acompañan, por ejemplo, cuando camino descalza sobre la arena, en una tarde cualquiera de finales de julio.

La búsqueda de la vocación es uno de ellos. La educación, es otro. El equilibrio, es el que suele sonar de fondo en cualquiera de mis melodías mentales.

Hoy pienso en la princesa que tiene conquistado mi corazón. Puedo evocar sus ojos, sus miradas llenas de matices, sus gestos y su forma de desenvolverse en el mundo. No lleva aún tres años en mi vida y ya llena espacios que no sabía ni que pudieran existir, y despierta las emociones más extremas en mí.

Quiero que viva y crezca plena, libre, auténtica. Y quisiera protegerla de cualquier peligro, real o imaginado por mi tremenda imaginación. En este momento mágico de la infancia más pura, me pregunto cuánto les damos a los niños de educación y cuánto de “educastración”.

Crecí confiando en que el sistema educativo era un gran invento pensado para ayudar a las personas a ser más felices. Así es, en mi pequeña cabecita, yo confiaba en los mayores y, si me mandaban horas a un lugar donde aprendía esto o lo otro, era porque eso era lo mejor que podía hacerse, y me entregaba con ánimo a la tarea.

Creo que mis padres también pensaban lo mismo, creo que muchos de nosotros hemos vivido en la confianza de que no hay nada mejor que hacer con los niños. Hoy, sin embargo, me cuestiono bastante este sistema, sus bases, sus formas, su contenido y su finalidad. No dudo de su valor y de la función que ha ejercido a lo largo de muchos años, pero siento que ha llegado el momento de revisarlo profundamente.

Hay mucho que desarrollar en nuestros pequeños, más allá de la memoria o de inculcarles unos determinados conocimientos. Sería un debate profundo, que ahora apenas esbozo. Está el papel del colegio y el de los maestros. Está el papel de los gobiernos que reforman constantemente el sistema de forma banal y atendiendo a criterios muy poco consistentes. Está el papel fundamental de los padres, como líderes de todo este proceso educativo.

Siento que la renovación está en marcha, ya ha empezado, como puede verse cuando uno descubre a profesores como César Bona, y su nueva forma de entender la enseñanza (https://www.youtube.com/watch?v=LcNWYNp2MSw ). Y cuando uno ve ejemplos magníficos como el de estas madres olímpicas y campeonas que enseñan a sus hijos con el ejemplo más patente, el suyo.

¿Qué mueve la vida sino la pasión? La pasión de estar haciendo lo que has venido a hacer. Y no hablo de nada místico, ni trascendente, o tal vez en el fondo sí, pero no es lo importante, a lo que me refiero es a descubrir dónde se mueve uno como la seda, dónde se siente fluir -como dicen algunos estudiosos del tema-, en qué actividad se nos pasan las horas como si fueran segundos, absortos, entregados.

Por eso, el otro día me emocionaba viendo a Maialen Chourraut festejar su oro olímpico junto a su pequeña. Qué mejor ejemplo puede darle a esa niña que entregarse a su vocación y vivirla con plenitud, como veremos hacer en breve a Teresa Perales en los Paralímpicos (https://www.youtube.com/watch?v=xWh2zEm3_Lo ).

Y ya en 1960 Natalia Ginzburg nos llamaba delicadamente la atención sobre este tema en su relato “Pequeñas Virtudes”:

“(…) si nosotros mismos tenemos una vocación, si no hemos renegado de ella ni la hemos traicionado, entonces podemos dejarlos germinar (a nuestros hijos) tranquilamente fuera de nosotros, rodeados de la sombra y el espacio que requiere el brote de una vocación, el brote de un ser. Esta es, quizá, la única posibilidad que tenemos de resultarles de alguna ayuda en la búsqueda de una vocación, tener nosotros mismos una vocación, conocerla, amarla y servirla con pasión, porque el amor a la vida genera amor a la vida."

Quizás no todos tengamos una vocación que implique una dedicación tan exigente como la de los deportistas de élite o de los artistas consagrados, pero todos tenemos una ilusión, un sueño. Y creo que no hay mejor ejemplo que dar a un hijo, a un sobrino, a un nieto, que vivir enfocado en mostrarnos con la mayor autenticidad posible y en descubrir aquello que nos hace únicos; y al descubrirlo, vivirlo con ilusión al servicio de la comunidad, porque permitirnos brillar animará a otros a brillar también.

Y pienso que una sociedad “encendida”, llena de personas ilusionadas y vivas, tiene toda la pinta de funcionar mejor que una de hombres grises y apoltronados. Por lo menos a mí me resulta mucho más apetecible, pienso mientras continuo mi paseo, con el sol ya rondando el horizonte.

jueves, 21 de julio de 2016

Está pasando

El post de hoy está dibujado en mi mente con nitidez, a base de un par de imágenes, como fotogramas:

En la primera, hay una chica en Sevilla, en la calle Torneo. Tiene unos veinte años y pasea al lado del río. Serán sobre las siete de la tarde y la adelantan algunas bicis de “guiris”. Hace bueno, como casi siempre en su ciudad natal. Piensa en su presente y en su futuro, como casi siempre. (*)

Está contenta de vivir en una de las ciudades más bellas del mundo, con gran calidad de vida y un equilibrio bastante satisfactorio entre normas y libertad, y cerca de gente estupenda, un auténtico “savoir-vivre”.

Pero le falta algo. Quiere experimentar algo más. Está a punto de terminar una carrera que no le gusta, a punto de introducirse en un mercado laboral que intuye gris, frío, ajeno a su esencia.

Imagina que el mundo es mucho más que lo que ha vivido hasta ahora. Debe de haber por ahí  gente muy diversa que tiene por delante realidades muy diferentes a la suya. Quizás, con gran probabilidad, haya otra chica en un lugar distante del planeta, que disfruta de su ciudad –una de las más bellas del mundo- y de sus circunstancias, y que también siente un vacío que no sabe si algún día llenará.

Avanza la película, como si hubiéramos pulsado el “fast forward”, y se para de nuevo veinte años después, en las cataratas de Iguazú. Se ven los pies de la chica –ya una mujer-, con sus uñas pintadas de rojo, caminando en chanclas por las pasarelas del parque –lado argentino-. Levanta la mirada y ve cientos de mariposas, hay muchos otros turistas pero no le resulta agobiante. A su lado, un chico húngaro camina tranquilo y alegre, disfrutando del día.

El chico húngaro y ella charlan sobre lo que les aporta viajar y, en concreto, sobre lo que está suponiendo para cada uno viajar solo. El espíritu se aligera, se siente uno más cerca de la gente que tiene al lado, se tienen los sentidos más abiertos a observar, a disfrutar de cada pequeño detalle. 

Mientras camina y siente la fuerza del agua, ella se siente viva, despierta, alegre, libre.

Entre una y otra imagen, la joven sevillana que paseaba por el río se introdujo en la espiral que tanto temía, con toda consciencia. Y la espiral la engulló, pero no del todo.

Mientras daba vueltas en redondo, aún tuvo tiempo de encontrarse con personas que llenaron su mundo de perspectivas nuevas, de amor, de risas, de confidencias, de noches sin fin, de días de sol y de tormentas. Tuvo tiempo de hablar los idiomas que había aprendido y disfrutar de conversaciones mágicas. Tuvo tiempo, también, de leer libros que abrieron su alma y de aprender cosas que ensancharon su mente. Tuvo tiempo de viajar tanto como nunca imaginó que haría, cuando se asomaba a la azotea de su casa y veía a las golondrinas, que una primavera más habían vuelto a su pueblo.

Y también tuvo tiempo de llorar y preguntarse qué faltaba en su existencia para dejar de notar ese vacío. Tiempo de lanzarse en una frenética carrera de hacer más y más cosas para llegar a… ninguna parte en concreto.

En la espiral cotidiana, vivió muchos años, creció, sufrió y aprendió. Y no fue de un día para otro que decidió que ya era suficiente. Fue fruto de todo el tiempo vivido dando vueltas que la perspectiva fue cambiando, que el gusano se fue durmiendo y la mariposa fue despertando.

Esta es una historia como cualquier otra. Una historia que ocurre a cada instante a lo largo del mundo. Cientos de mariposas están despertando dentro de espirales de seda. Miles. Esto está pasando a tu lado y puede que dentro de ti. Pues, mientras lees mis palabras, están escribiéndose las tuyas, las palabras que brotan de tu propia experiencia y que murmuran en tu oído quién sabe qué mensajes. ¿Los escuchas?

 (*) La fotografía del Paseo Juan Carlos I (Sevilla) se tomó prestada del diario ABC

domingo, 17 de julio de 2016

Inicio/

Inicio/ Programas/ Microsoft Office/ Word.

Esa es la ruta que abre la hora en blanco. Ese es el instante que precede al vacío. Es el momento en que, por fin, se rompe la inercia. Y aquí estoy.

¿Por qué me cuesta tanto venir a sentarme a la sombra de mi peral a contarme cosas? ¿Por qué me dejaba para el final el ingrediente que más me gustaba del plato? ¿Por qué demoro la felicidad? ¿Por qué antepongo la pereza, la inercia o la comodidad a la realización de mis sueños?

Pues sí que empiezo fuerte. Como pretenda responderme a semejantes cuestiones, sentada bajo mi árbol, un domingo por la tarde, no sé si huiré para siempre de estas meditaciones.

Es verano, no parece momento de buscar motivos, sino de vivir con la liviandad que infunde el canto de las chicharras. Dejarse llevar, flotar sobre la colchoneta en una piscina imaginaria, o en un mar tropical –puesto a imaginar-. Disfrutar sin etiquetas, sin rumbos prefijados, sin protocolo. Un helado, una charla insustancialmente entretenida, un beso leve.

Para eso es el verano.

O eso quería creer.

Pero parece que no: en verano toca también llorar la muerte de inocentes en ataques sin sentido. Toca plantearse qué actitud tomar en las redes sociales ante las masacres. Toca tratar de posicionarse en algún lugar entre el buenismo indolente y el radicalismo  más violento.

También toca leer barbaridades o vivir de espaldas al mundo. Y digo yo que, si no somos capaces de entendernos para acordar a qué temperatura dejamos el aire acondicionado, difícilmente vamos a ir de la mano para avanzar en temas tan delicados como la evolución de tradiciones que implican que sufra cualquier animal, por poner un ejemplo.

La paz está dentro de cada uno. Es como una onda que se expande desde el centro hacia fuera; de nuestro interior, se propaga hasta comunicarse a los que tenemos cerca. El odio, también. Son ondas y se propagan. Y es muy difícil estar en paz. Es muy difícil alimentar la paz dentro y fuera de nosotros.

Y sin embargo, es el camino. ¿Cómo vamos a vivir en armonía cuando nos dedicamos a despotricar contra el que vota distinto a nosotros? ¿Qué estamos sembrando cuando nos mofamos de quien opina, viste, ama o cree distinto a nosotros?

Thich Nhat Hanh, budista vietnamita que promueve la paz, y la compasión y la meditación  como camino para conseguirla, termina su libro “Hacia la paz interior” con una reflexión muy hermosa:
“Hay que usar el dolor del siglo XX como si fuera el abono y cultivar entre todos las flores para el siglo XXI. (…) Debemos cultivar la flor de la tolerancia, es decir, ver y saber apreciar la diversidad cultural para ofrecérsela a los niños del siglo XXI. Otra de las flores que tenemos que cultivar es la del  testimonio de la verdad del sufrimiento, ya ha habido demasiado dolor innecesario en nuestro siglo. (…)

Coge a tu hijo de la mano en invítale a salir y a sentarse contigo sobre el césped. Contemplad la verde hierba, las florecillas que crecen entre sustillos y el cielo. Respirad y sonreíd juntos, la educación para la paz consiste en eso. Si sabemos cómo apreciar estas cosas hermosas, no necesitaremos nada más. La paz está a nuestro alcance en todo momento, en cada aliento, en cada paso.”

Hay que decir que el libro lo escribió a finales del siglo XX, así que hoy llevamos ya 16 años de retraso en su propuesta. Pero me parece maravillosa. Tal vez suene naïf en nuestros días, no digo que no. De hecho, en mi línea de surrealismo absurdo, tras todas estas reflexiones sobre cuál es la actitud correcta que adoptar en este nuestro tremendamente bello y terriblemente desconcertante mundo, siempre me viene en mente aquel chiste:

-          Oiga, y usted ¿por qué está tan gordo?
-          Yo, de no discutir.
-          Hombre, no será por eso.
-          Ah, pues no será.

Cuando creamos el clima adecuado en nuestro corazón, somos capaces de observar el conflicto sin implicarnos, dejándolo pasar. Y el conflicto, como viene, se va. Imagina cómo podría acabar este chiste simplón si al señor gordito le diera por entrar al trapo y convencer al otro, o, mejor aún, si se sintiera ofendido por la pregunta, pa’empezar. Pero no, se lleva la razón sin atraparla y se acaba el chiste por falta de jugadores.

Yo misma me digo que esto no vale para las grandes amenazas que hoy por hoy surgen donde uno menos lo espera, que me quedan muchos cabos sin atar. Y al mismo tiempo, creo a pies juntillas en ese “Piensa globalmente y actúa localmente”. Hay mucho que se nos escapa de las manos, pero son las pequeñas acciones las que conforman nuestro entorno. Y la suma de pequeños entornos, configura un macroentorno, llamado familia, barrio, sociedad…

Al final, la pregunta que me viene a la cabeza es: hoy, ahora, desde esta actitud, con esta acción ¿estoy ayudando a expandir la onda de la paz… o la del odio?

¿Ves por qué tardo tanto en sentarme a la sombra del peral? Porque luego me lío, me lío y se me va la ligereza del verano y me enredo yo sola en mis reflexiones. ¿O no será por eso? Pues no será.


sábado, 7 de mayo de 2016

Las horas dobles

3 de mayo de 2016, 22:55

Últimamente, siempre que miro el reloj son “horas dobles”: las 11:22, las 12:12, las 22:44… Ahora, las 22:55. No sé si eso tiene un significado especial, quiero pensar que sí. De hecho, he decidido que se trata de instantes para tomar conciencia. ¿Conciencia de qué? De lo que me ronde por la cabeza en el preciso momento de mirar el reloj.

Hoy, las 22:55 significan que se me ha vuelto a hacer tarde, que he vuelto a dejar para el final mi alimento para el alma, y que estoy enfadada.
He salido más tarde de la oficina, por querer estirar el tiempo, por intentar rematar las tareas, cuando de sobra sé que mañana seré como Penélope, deshaciendo la labor para empezar de nuevo, por el cambio de enfoque de algún jefe de los de arriba.

Por supuesto, el súper, la lavadora y la cena se han buscado un lugar prioritario en mi agenda. Hoy, además, un poco de yoga. Luego, un joyero se ha interpuesto de improviso entre mi escritura y yo. Había que ordenarlo de manera imperiosa y no podía ser otro día, después de los años que llevará ahí, arrumbado, apenas sin llamar la atención.

Otros días, se cuela una revista, un folleto de publicidad, un capítulo repetido de una serie de TV, una búsqueda de piso en Internet, unos mensajes de Whatsapp, o una mosca despistada volando en la habitación. El caso es que yo no escriba, el caso es que este diario responda más bien poco a su apelativo, y cada noche me vaya a dormir con el sinsabor de haberme quedado sin tiempo para una de las cosas que más me gusta hacer en la vida: contármela.

Y es que la vida, sin contársela a uno mismo, es como si pasara de largo como un río que nadie mira.

Cuando me siento a escribir lo que ha pasado, lo revivo y parece que es en ese momento en que soy consciente de disfrutarlo, sufrirlo o, simplemente, contemplarlo. Un día que no me cuento es un día perdido. Y pierdo tantos días…

No puedo evitarlo, ya no sé cómo intentarlo. Escribir requiere recogimiento, silencio, un entorno adecuado para recordar las escenas del día y deleitarme repasándolas. Y me paso tanto tiempo “quitando obstáculos” para ese entorno, que cuando tengo vía libre son, como hoy, las 22:55 y debería irme a descansar.

Descansar para vivir un día que merezca la pena contar, cerrando un círculo vicioso de difícil resolución.