jueves, 26 de noviembre de 2015

La posibilidad de lo imposible


Los semáforos se van tornando verdes a medida que me acerco a ellos. Están en rojo, voy bajando la velocidad y, un poco antes de parar, verdes… “Era broma, no pares, sigue adelante”, parecen decirme. Y eso es lo que quiero: seguir adelante.


Salgo de tu casa con una sensación ambigua: estoy feliz por haberte visto, por alguna razón, te siento como de la familia, con lo poco que en realidad nos conocemos; pero, también, molesta por lo que percibo como prepotencia disfrazada de generosidad.

Te cuento mi vida porque me apetece compartirla, sin más; con ganas quizás de verme contándote y descubrir en mi relato algo que tal vez no había sido capaz de ver antes. La clave a un misterio que ni siquiera sé si existe. Y tú no paras de decirme lo que hago mal y cómo debería hacerlo. Y dices que confíe en mis capacidades pero tú pareces desconfiar plenamente de ellas.

Y me siento reducida a etiquetas que tú aseguras no haberme puesto; y, sin embargo, de alguna forma, las veo ahí saltando en mi mente: “caótica”, “débil”, “insegura”, “perdida”. ¿Quién las ha despertado si no? Tal vez, yo misma.

…Tal vez yo misma. 

Alicia frente al espejo… Cuántas veces he tenido la sensación de estar al otro lado en esta misma escena, al pensar que estoy valorando a una persona por sus manifestaciones puntuales. “Eres una víctima”, “sólo te centras en lo negativo”, “vives en el mundo de las ideas”… Me descubro dando consejos y valorando en mi interior a la otra persona en función tan sólo de lo que me está contando. Y me pregunto cómo será todo lo que no estoy viendo, cómo será ser esa persona por dentro, cuánto hay que ni siquiera imagino.

Somos mucho más que lo que contamos. Nos hemos acostumbrado a describirnos con ciertas palabras, en cierto tono, con cierta intención, y termina pareciendo que nuestro discurso repetitivo y monótono nos define… pero nuestra esencia es inmensa e indefinible. 

Dice Sergi Torres: “hay ideas tan bellas esperando ser pensadas por nosotros”. Me parece en sí misma una idea grandiosa, realmente posibilista y abridora de puertas. Me resulta estremecedor tan sólo el pensar en esas ideas como ráfagas de aire puro, impregnadas de belleza y frescor, esperando tan sólo un momento de silencio y receptividad, para penetrar en nuestras mentes y tomar forma.

Silencio. Tal vez por ahí va la cosa… tal vez no necesite contarte tantas cosas, “contarme” tanto, sino callar y fluir. 

Hacer silencio y dejar de opinar tanto sobre mí misma y sobre el mundo. Y dejar espacio para que algo nuevo y fresco entre. Y, quién sabe, tal vez desde un silencio compartido, desde el mero hecho de pensar en la posibilidad de esas ideas tan bellas existiendo, ellas se decidan a “poseernos” y materializarse en un mundo más ¿...?. 


lunes, 9 de noviembre de 2015

Un mundo para personas

Seguramente, hasta hace unos meses todos los días se parecían mucho para Melinda en su restaurante en Molyvos. Mirando imágenes de “The Captain’s Table” en Internet, no puedo evitar recordar la película de Mamma Mia. Todo parece tan amable, tan bello, tan mediterráneo… El escenario perfecto para una historia romántica, sencilla, sin grandes pretensiones, más allá que disfrutar del lento paso de las horas de verano.

Pero esta historia no sale de una factoría de ficción, aunque parezca diseñada por una mente sórdida y brillante, con ganas de impresionar a crítica y público.

Esta historia comenzó hace mucho tiempo, de hecho, es tan antigua como el hombre, o al menos tanto como su miedo y su soberbia.

Quiero tu oro, quiero tu obediencia, quiero que adores a mi Dios -al que ni yo mismo sé honrar-, quiero que te parezcas a mí, pero sin brillar más que yo. Temo tus represalias, temo tu mirada, no me gusta el color de tu piel, no entiendo tu lengua –seguro que estás tramando algo contra mí-.

Quiero grandeza, imperios, sedas cubriendo mi piel, palacios en los que morar y pirámides donde dormir para siempre. Y lo quiero a costa de lo que sea.

Y yo te odio por esclavizarme para construir tu imperio, por explotarme para conseguir tus joyas, por maltratarme, ignorando mi humanidad sagrada y olvidando la tuya.

Y estos odios y estos miedos son hoy menos evidentes que en el principio de los tiempos, pero están. Son hijos, nietos y bisnietos de aquellos que iniciaron las primeras guerras.

No eres como yo: te temo, te odio, te someto.

Y en medio de este panorama desolador, siempre el AMOR, díscolo y rebelde, yendo contracorriente. El amor, con su locura y su ingenuidad, recuperando almas de ese odio cegador. Porque el que es ciego es el odio, el amor es capaz de ver donde el odio solo cierra los ojos, apretando los párpados por el miedo. El amor VE, el amor COMPRENDE, el amor CONSTRUYE.

Y hoy, en Molyvos, el amor se desborda cada día cuando Melinda McRostie y todos los que colaboran con ella, tratan de ofrecer una primera mano amiga a los refugiados que llegan (afortunados) a la isla de Lesbos, huyendo del terror y de la muerte.

No sé cuál fue el primer día en que su rutina dejó de ser la de preparar ricas viandas para turistas enamorados del sol y la luz del Mediterráneo, para convertirse en la de sacar agua, comida y mantas de donde no las había y atender a decenas, centenas, millares de personas que llegan desesperados en pequeñas barcas desde la costa turca, a unos pocos kilómetros de la isla.

No sé cómo debió de sentirse, ni cuáles fueron sus pensamientos cuando ya no pudo más y decidió que había que hacer algo. Las ONGs tardaban en llegar y, aun presentes, su ayuda era escasa para tanta necesidad. La gente se arremolinaba en cualquier parte, desgarrada, desesperada tras haber abandonado todo lo que era su mundo.

Llegaban a la isla miles de personas, tan de carne y hueso como ella, personas que hasta antes de ayer tal vez eran tan remolones por la mañana como tú y como yo, tan prudentes como aquel, o tan serios y trabajadores como aquella compañera de oficina. Y hoy se despiertan sin derechos, sin dignidad, con un mar por delante que cruzar y la nada al otro lado esperándoles.

Y ella decidió que esa nada fuera lo más humana posible, y tratar de ofrecer un “menú de bienvenida” que al menos constara de un bocadillo, un plátano y una botella de agua. Y se puso en contacto con el dueño de la discoteca OXY y montaron una carpa en el aparcamiento para dar cobijo a los que cupieran.

Y algunas personas empezaron a ofrecerse para echar una mano. Yo les llevo mantas, yo reparto la comida, yo organizo las filas… ¿Y mañana?

Porque Molyvos no es más que la primera meta… luego está Mytilini, a 60 kilómetros, desde donde partir a Europa, la vieja Europa… La meca de la libertad y el respeto, donde todo es civismo e igualdad de oportunidades.

Y las familias, con sus pocas pertenencias, se ponen a caminar esos sesenta kilómetros que les acercan a una quimera y les alejan de la pesadilla. Bueno, ahora, ya no; ahora ya casi todos pueden viajar en los autobuses que fletan las ONGs presentes. Y otros consiguen plaza en coches de particulares que se prestan a llevarles.

Vienen de un horror sin sentido y les espera una pasividad sin calificativos.

Pero entre tanto… encuentran calor y ánimos, cobijo y comida de la mano de gente que tampoco imaginó nunca ser protagonistas de una historia con este argumento.

Melinda y sus compañeros han formado la Starfish Foundation. De la nada. Starfish por aquella historia de la niña que, tras la bajamar, trataba de devolver al fondo a las estrellas de mar varadas, para darles la oportunidad de seguir viviendo. Y cuando un adulto, enternecido por su gesto, le preguntó para qué se tomaba la molestia pues no tenía sentido un esfuerzo así, cuando eran millares las estrellas en la orilla… ella respondió sin dejar su faena: para esta estrella sí tiene sentido.

He sabido de esta historia gracias a Josepe García, profesor en mi curso de Coaching, del que aprendí que “las presuposiciones de la mente para argumentar una excusa sólo pueden ser desmontadas por la ACCIÓN”. Y él, dando ejemplo, tras ver una noche más las noticias sobre los refugiados, decidió irse a comprobar con su propia mirada lo que estaba pasando. Y conoció a Melinda y los de Starfish y colaboró con ellos unos días, haciéndose la promesa de continuar su apoyo a la vuelta.

Y así, organizó un evento con ponentes muy reconocidos* para dar difusión a lo que pasa en un pequeño pueblo del Mediterráneo, y para seguir sembrando semillas de POSIBILIDAD, de ESPERANZA y, en definitiva, de AMOR… Amor, esa energía opuesta al miedo y que ayuda a VIVIR, en lugar de sobrevivir.

Cada ponente sembró, a su vez, semillas de CONCORDIA, de ABUNDANCIA, de COMPASIÓN, de ACOGIDA, de ENCUENTRO de lo distinto –pero ya no distante-

Y hoy yo sigo su ejemplo con mi pequeña contribución. Y os presento, a quienes no la conocieseis, la labor de Starfish Foundation. Y os animo con toda mi ilusión a mirar hacia dentro de vuestro corazón y a sacar eso que está ahí esperando ser compartido: una sonrisa a tiempo, una mirada de reconocimiento, una mano amiga, una palabra reconfortante, un donativo, un “hago las maletas y me voy a ayudarles”, un “alzo mi voz y me permito acoger al diferente y darle la oportunidad de demostrarme que es tan digno de reconocimiento como yo mismo”.

No reprimas tu amor, ni ese pequeño gesto que está deseando salir de ti. No será tan pequeño cuando se una al de todas las otras gotas del océano que somos cada uno de nosotros, dándole así la razón a Teresa de Calcuta:

 “A veces, sentimos que lo que hacemos es tan sólo una gota en el mar, pero el mar sería menos si le faltara esa gota".

Otro mundo es POSIBLE. Con nuestro amor al descubierto, con el gota a gota incesante de nuestra Humanidad por encima de nuestro miedo.

¡¡¡ADELANTE, aquí y ahora!!!

La Fundación Starfish en Molyvos:

Alguien de Harvard habla de esto mismo:

El restaurante The Captain's Table:


*Mis meditaciones de hoy están plenamente inspiradas en el evento "Un lugar para personas" ideado e impulsado por Josepe García y su Instituto Impact de la mano de Instituto HUNE.

Ponentes:
Javier Iriondo (y sus historias de gente que se encuentra al darse), Antonio Garrigues (impecable voz de la conciencia que llama a Europa a sacudirse las telarañas de su comodidad), Ramiro Calle (compasión y servicio, empezando por uno mismo), Sergio Fernández (sintonizando "Abundancia FM"), Ovidio Peñalver (y su varita mágica despertadora de conciencias y corazones), Mario Alonso Puig (inmenso, entrañable, científico con alma y emoción), Felipe Reyes (grande y generoso) y Joaquina Fernández (certera y sintética como pocos).


Presentando el acto y también ponentes: Anne Igartiburu (bellísima persona más allá del personaje) y Josepe García (gracias por tu don para hacernos conectar con nuestro Ferrari interno y ponerlo al servicio de un mundo mejor ;-) )

Imágenes prestadas de la web del restaurante The Captain's Table en Molyvos. Thanks Melinda and Theo!! y de la página de FB de Josepe García (gracias de nuevo)

jueves, 29 de octubre de 2015

Bien, gracias

-          Hola, Fulanito, cuánto tiempo, ¿cómo estás?
-          Bien, ¿o te lo cuento?

Este diálogo simplón en plan chiste siempre me ha parecido sumamente descriptivo de la realidad, al menos en mi caso. Hay épocas en que no me aguanto ni yo misma, en que me replanteo mi mundo de cabo a rabo y ya no tengo nada en pie. Momentos en que estoy rota por dentro, por unas u otras circunstancias… Y si me preguntan, allá que voy, con sonrisa incluida, entonando, casi cantando, un ya habitual: “Muy bien, gracias”

Mentira.

Pero mentira de la buena, mentira de la que se dice por no agobiar al otro con tus desasosiegos, o por las prisas (“¿cómo le resumo yo ahora a éste mi situación en 2 minutos?”), o por comodidad (“total, ¿pa’qué?”), por “economía” (“¿qué gano yo contándole cómo estoy de verdad?”), o por miedo.

Sí, yo en mi “Bien, gracias”, a veces veo miedo. Miedo a que se descubra que no sólo soy esa persona sonriente y despreocupada que muestro a menudo. Miedo a exponer mi vulnerabilidad. Qué tontería, ¿no? Pues, sí.

Miedo y vergüenza. Yo tengo que estar a la altura de no sé qué circunstancias y no me perdono ni un mal gesto, ni un día gris. Al menos, no en público.

Sin embargo, algo parece estar cambiando dentro de mí. Últimamente he decidido experimentar… y pasar a la segunda parte del chiste. Y voy y lo cuento. A ver, tampoco me pongo a pregonar mis interioridades a la primera de cambio, que una es muy suya, pero pruebo a responder diferente y más sinceramente.

-¿Qué tal?
- Pues mira, con esto del otoño… al borde de la crisis existencial.
- ¿Pero tú, con lo que eres?
- Pues sí, yo, con lo que soy.

Y me gustaría añadir: Con toda mi riqueza y mi miseria, con toda mi fuerza y mi debilidad, con mi conocimiento y mi ignorancia… Toda yo: a veces, pienso que voy hacia el abismo. Porque yo, cuando me dejo llevar por el dramatismo, dramatizo como si no hubiera un mañana. Y me veo a pique de acabar como Virginia Wolf, pero sin su talento, y se me viene a la cabeza la deprimente y magistral banda sonora de Las Horas, y me veo flotando, río abajo, abandonando toda esperanza y toda lucha…

Pero no lo digo, o solo a algunos. Porque en el fondo, sé que yo soy esa máscara de tragedia griega… pero sólo es eso: una máscara. Como la máscara de chica sonriente y cordial, pizpireta y cuchufleta. Mi esencia está más allá de las mascaras y sobrevive a la depresión y a la euforia, a los rumbos perdidos y a los excesos de planificación. ES. Y punto.


Lo bonito de este experimento, lo que me encanta de este permitirme mostrar un lado más de mi multifacética personalidad, es que el otro se permite hacer lo mismo. Y de repente, descubro frente a mí otra cara de otro multifacético personaje. Porque a todos nos pasa un poco igual. Y mola jugar a ser los que somos y no los que creemos que gustan más ahí afuera.

viernes, 7 de agosto de 2015

Visita fugaz


Alguna vez me dejo llevar por la tentación de zambullirme momentáneamente en el pasado a través de “la Gran Red”. Es tan sugerente teclear, por ejemplo, el nombre de aquel chico que me traía de cabeza en el instituto y ver qué ha sido de él, por dónde anda y tal vez alguna foto…

Me gusta mi presente en movimiento y no pretendo volver atrás de ningún modo, o quizás tan sólo para eso que dicen de tomar impulso. Estas inmersiones puntuales son como un espejo mágico en el que me veo simultáneamente en el pasado y en el presente. De repente, me sitúo en el ayer, comienzo a recordar instantes, matices, sonidos, que creía borrados en mi mente, y de esos recuerdos, en ocasiones, surgen pequeñas chispas de “sabiduría”, esos insights de los que muchos hablan.

Y lo divertido de todo esto es que realmente ni me lo propongo, es el propio buceo por la magia de las redes sociales el que me trae asociaciones (una cosa lleva a la otra), recuerdo a alguien, y no puedo evitar ir en su busca. 

El otro día, ya no sé cuál fue el detonante, me animé a buscar a aquella amiga de la infancia que se fue perdiendo poco a poco en la niebla de la memoria. Ella vino al pueblo desde Madrid y hablaba con un acento muy dulce lleno de eses. Me introdujo en el mundo de los vaqueros, cuando yo vestía casi exclusivamente faldas y vestiditos. Me animó a hacer gimnasia, en un tiempo en que -como asignatura- no llegaba ni a “maría” en mi colegio y yo era más bien paradita en los recreos. Con su familia, en verano, estuve de camping en una playa maravillosa de Tarifa. Me encantó esa vida libre y asilvestrada. 

En resumen, ella significó para mí un cierto despertar a la vitalidad, a la acción, a ser algo más que una niña buena y tranquilita que lee todo lo que cae en su mano. Luego, fuimos entrando en esa etapa incierta de la adolescencia y nuestros ritmos se desacompasaron. Yo cambié de colegio, ella, al poco, de ciudad… y nos fuimos dejando atrás en nuestros caminos.

Y al encontrarla en Facebook, bella, con su sonrisa de siempre y su frescura, con un tipazo de muerte y su pasión por el deporte intacta, me llené de alegría. Y se agolparon en mi mente escenas de nuestros veranos, del río Jara y la playa de los Lances, del patio del colegio, de las tardes en la biblioteca, de los domingos en el cine con sus hermanos mayores… Tantos momentos.

Y vuelvo a mi hoy con una pizca de nostalgia de la buena, contenta de haberla visto bien en mi visita fugaz a su mundo virtual y con ganas de seguir haciendo mi camino, con el mensaje que me llevo de su parte:

“Disfruta la vida, es más sencillo de lo que parece, no hace falta tanta teoría. Vive, sé fiel a tus auténticos valores, descúbrelos y hónralos. Disfruta de ser tú”

Gracias, amiga.

lunes, 13 de julio de 2015

La quietud de los días

Me siento frente al ordenador y abro mi ventana al mundo: reviso mi correo, el muro de Facebook y mis mensajes de Whatsapp (hoy no me apetece Twitter). Viajo inevitablemente a Grecia y a Zahara de los Atunes (adión, Krahe, te fuiste sin que llegara a conocerte, pero cuando me pongo un pijama blanco, me acuerdo de ti).

Viajo a Málaga por un instante, donde una amiga muestra su intención de dar a luz sin epidural, y admiro su valentía y su decisión por salirse del excesivo proteccionismo que humildemente opino que rodea a las embarazadas y al parto hoy día. Que no digo que no sea maravilloso contar con una herramienta que te permite reducir el dolor en los momentos clave, pero por qué no confiar también en la mujer que está ahí, acoger su presencia y su sabiduría interna, avivar su fortaleza –y no convertirla en una enfermita desvalida y casi invisible-

Viajo a Gibraleón, donde un artista nos da a conocer su mirada del mundo. Y me hace recordar con sonrojo mi ancestral rechazo al inmovilismo cultural que asociaba a los pueblos.  Las etiquetas... Cuánto me ha costado darme cuenta de que la semilla de la modernidad crece en todas partes. Y se desarrolla mejor cuando tiene la calma y el reposo suficientes para echar raíces profundas antes que enormes ramas exuberantes.

Y por fin, abro la página en blanco de Word, en mi último lunes de permiso -mis lunes al sol-, con ganas de hablar contigo. Con ganas de saber de ti y de tus pasos en la vida… Qué bonito es ver cómo cada uno nos vamos desenvolviendo en esto de “vivir sin manual de instrucciones”.

Y se me vienen a la mente las vacaciones, aquellas de la niñez en las que el tiempo pasaba lento y había lugar hasta para el aburrimiento. Cuánto tiempo hace que no me aburro… Ahora, en vacaciones, quiero disfrutar al máximo de la familia, de la playa, del descanso, de las siestas de a dos, de la buena comida de una madre… Y quiero explorar, descubrir nuevas ciudades, caminos, parajes, estilos de vida. ¿Es posible?

Quiero pensar que sí, quiero creer que la actitud del sosiego se lleva dentro, y se expande constantemente con una condición: que no haya prisa ni expectativas. Lo que es, es. Y disfrutar de la familia también implica, a veces, encontrar nuestras diferencias, o las pequeñas heridas involuntarias que no cicatrizaron bien en el pasado y despiertan a nuestro niño interior herido, que lloriquea en busca de un simple abrazo acogedor.

Y disfrutar de la playa significa también encontrarse tal vez un viento o una lluvia que no permite esos paseos al sol que pretendía. Y puede conllevar unos planes frustrados o más “compromisos” de los previstos…

¿Y si me permito fluir con lo que ES? Aceptar lo que cada cual tiene para ofrecer (empezando por mí misma) y buscar lo que me agrada, pero sin tratar de controlar que todo sea según me lo he imaginado..., abriendo la mirada a lo que ES –y a menudo se me escapa, en el intento de ver sólo lo que quiero ver-

Y abrir espacio a mi paz interior, para que tenga cómo manifestarse.
Y acordarme de respirar profundamente para vivir cada instante, en lugar de sobrevivirlo. Y observarme para darme cuenta de qué tensiones no son necesarias en absoluto, sino que las mantengo por costumbre. Y cuidarme, regalándome algún placer sencillo cotidianamente.

Tal vez así, mis días de vacaciones y mis días laborables se confundan cada vez más y  más, y terminen pareciéndose mucho.

En esas estaba, cuando llamó el albañil a tomar unas medidas para una reparación en las zonas comunes. Y se me fue el santo al cielo y ya no recuerdo qué era lo que quería contarte.

Mientras me acuerdo: felices vacaciones.

(*) Foto del río Palmones (Bahía de Algeciras). Cruzarlo nadando en su desembocadura -desoyendo las advertencias de los mayores- era la aventura de muchos veranos adolescentes. No es muy ancho pero sus corrientes lo hacen un poco peligroso, como adulta algo más sensata, no lo recomiendo :-)

lunes, 8 de junio de 2015

Cuento tal vez inacabado

La puerta se elevaba ante ella con toda su inmensidad, con toda su solemnidad, blindando completamente el acceso a la Ciudad de los Deseos, que permanecía al otro lado infranqueable.

La mayoría de las historias acaba bien. De hecho, Dilshad lo había oído decir a su madre cientos de veces: “al final todo acaba bien; y si no acaba bien, es que aún no es el final”. Pero ella empezaba a pensar que la suya era una de esas pocas historias que se quedan por ahí, rezagadas, olvidadas en la memoria de su autor, con un final triste o inacabado.

Dilshad era alegre, como su nombre, risueña, animosa. Y tenía un sueño. Y como todos, un día partió rumbo a su sueño. El viaje fue largo y lleno de aventuras. En cada etapa del camino creció y aprendió tanto que a veces le costaba recordar quién era en realidad y hacia dónde caminaba. Pero seguía adelante.

En algunos momentos olvidó su rumbo y se detuvo más tiempo de lo planeado en un rincón del camino, disfrutando del cariño de las gentes de un pueblo, de su calor, de sus alimentos. Pero una voz interior siempre terminaba por recordarle que debía proseguir su camino.

Recorrió senderos lúgubres, vericuetos mínimos a través de bosques tan cerrados de vegetación que entrar en ellos era entrar en la noche perpetua. Subió montañas, se baño en lagos, se sentó en cientos de piedras al borde del camino para tratar de recordar cuál era su objetivo y recordar el impulso que la había puesto en marcha.

Algunas noches lloró en soledad por sentirse muy lejos de los suyos, muy lejos de ella misma, porque a fuerza de caminar, se empezaba a olvidar de lo que su corazón deseaba… pero ya estaba demasiado lejos para volver atrás a recordarlo.

Así, pasaron los meses, incluso los años, y Dilshad continuaba en su viaje hacia la Ciudad de los Deseos, donde el Gran Sabio le entregaría la fórmula secreta para conseguir lo que soñaba.

Una mañana, desde una colina, vio a lo lejos la fortaleza majestuosa de la que tantos le habían hablado: la Ciudad de los Deseos, con su muralla de piedra y su enorme portón de madera recia.

Reavivó su entusiasmo y se hizo con las últimas fuerzas que le quedaban para recorrer los escasos kilómetros que la separaban de su destino. Caminó con el corazón desbocado y la sonrisa de oreja a oreja. Mientras concluía su viaje, iba recordando los mejores y los peores momentos vividos para llegar hasta aquí y se sintió cansada, como si se hubiera hecho vieja de repente, bajo el peso de los pasos dados.

Y llegó a la puerta. Majestuosa, formidable, alta como seis veces ella, color ébano, con preciosos repujados y una solidez incomparable. Llamó, pero nadie hizo por abrir, gritó, golpeó con fuerza la gran aldaba, sin resultado.

Trató de rodear la muralla, buscando un resquicio por el que pasar, pero la piedra era compacta y tan inabordable como el portón.

Jamás imaginó que la Ciudad de los Deseos estaría cerrada. Protegida, sí, pues había mucho desaprensivo que podría aprovecharse de la sabiduría del gran Jalal-adín, pero encontrarla así, inexpugnable… nunca.

Pensó que tal vez era algo temporal, quizás estaban revisando la protección de la ciudad y por eso se hallaba tan aislada, tan incomunicada con el exterior. Seguramente, en un rato abrirían la gran puerta y podría explicar a los vigilantes el motivo de su visita, para conocer al gran sabio.

Pero las horas pasaron, y llegó la noche y la mañana siguiente; y una noche más, con su madrugada… y la fortaleza no se abría. Las fuerzas y los víveres de Dalshad se agotaban, y su paciencia, y su alegría, y sus ganas.

“La puerta no se va a abrir, vete ya”, le decía una voz por dentro. “No, espera un poco, tal vez…” A su otra voz interior no se le ocurrían ni excusas que justificaran la situación.

Y Dalshad seguía sentada, al pie de la puerta enorme, mirando hacia arriba y luego hacia el suelo, y empezando a desesperarse…

“No todas las historias acaban bien”, pensó. Y al ese pensamiento por su mente, se abrieron las compuertas de su tristeza acumulada, de su desesperanza, y sus ojos se convirtieron en fuentes de lágrimas sin medida. Años de espera, de búsqueda… cada paso era un paso inútil ahora, cada ilusión era un espejismo absurdo, cada minuto de viaje era tiempo perdido.

Y lloró con amargura e impotencia ante el final frustrado de su viaje.


lunes, 11 de mayo de 2015

Un cuento de colores

Cuando Lucía vivía en la “Ciudad Gris” pensaba de verdad que el mundo era en blanco y negro. Sin embargo, por las noches, en sus sueños había color. Y también por el día, cuando cerraba los ojos. Entonces, las imágenes que brotaban de su mente se teñían de color: rojo, azul, amarillo, verde, añil…

Pero la Ciudad Gris era de principio a fin una sucesión de tonalidades del blanco más puro, al negro más profundo. Y cuando ella mencionaba la posibilidad de otros colores, el resto de habitantes la miraba con desconcierto.

Aunque el habitante más anciano del pueblo mencionaba a veces:

- Ah, sí, bueno, recuerdo un viajero que pasó por aquí una vez y nos habló de algo parecido. De hecho, él mismo afirmaba que tenía cientos de colores en su cuerpo y en sus ropas. Y el caso es que algo raro sí le vimos, pero no supimos bien qué era. Y decía que allá de donde él venía, el paisaje tenía tonalidades como las que se encuentran en los cuentos infantiles. Qué curioso.

“Pero ¿cómo curioso?, no puede ser, ¿de dónde sale el color de los cuentos, si no es de la realidad misma?”, se preguntaba Lucía sin rendirse a la evidencia que a todos convencía. “Y si hubo alguien diferente, ¿por qué no ha de haber más? ¿Y si…? ¿Y si el color estuviera debajo de esta capa de grises que contemplamos?”

“¡Eso es, eso es!, tiene que ser así. El color existe, pero está debajo. Ahora solo tengo que descubrir cómo hacerlo aflorar.”

Pasó semanas entre pruebas y fracasos, enfrascada en su propósito, feliz en su convencimiento pero con la fe tambaleante tras cada experimento fallido. Un día, paseaba por el campo, imaginando qué color podría tener un sauce, o un chopo, o una pequeña margarita, y se cruzó con un caminante desconocido. Al verlo un poco desorientado, se ofreció a ayudarle, indicándole hacia dónde debía seguir. Y su curiosidad puedo más que su timidez:

- Esto… perdone que le pregunte: ¿cómo es el lugar adónde se dirige? ¿lo conoce o lo va a visitar por primera vez?

- Lo conozco perfectamente, respondió el caminante, bueno, al menos lo conocía… Es el lugar donde pasaba las vacaciones de pequeño. Quiero volver para reencontrarme con el lugar donde fui tan feliz, con el lugar donde todo era posible.

Lucía entendía muy bien la sensación, a pesar de que, en su caso, ese lugar sólo podía encontrarlo dentro de ella, en su imaginación. Y se atrevió a seguir indagando:

- ¿Y cómo era ese lugar, señor?

- Un lugar precioso, imagínate. En realidad, se parecía mucho a éste, pero con un río bastante más grande y caudaloso. Menudos ratos de baño con los amiguetes. Pero sí, parecido, de hecho, esos arbustos de bayas rojas me lo han recordado aún más.

¿Rojas? El corazón de Lucía estaba a punto de estallar. “¿Ha dicho rojas? ¿Este hombre ve colores aquí mismo?” La mera posibilidad le hacía estallar de alegría y pánico al mismo tiempo. “Si él ve colores… ¿entonces es que hay color pero soy yo no puedo verlo?”

El viajero la vio tan pálida que le ofreció un poquito de agua de su cantimplora. Ella bebió un poco y se mojó las manos para refrescarse la cara. Y empezó a llorar. Lloró por la impotencia acumulada en las últimas semanas, por la tristeza amontonada en toda una vida de ver grises, y lloró por la rabia de tener que admitir que no había solución.

Lloró tanto que el forastero la animó a sentarse en un montículo, junto al camino y se quedó allí con ella, dejándola estar y dándole palmaditas en la espalda. No sabía lo que le pasaba, pero debía de ser algo muy grande, un dolor profundo y viejo. Y las lágrimas eran el mejor disolvente en esas situaciones.

Sacó su pañuelo azul y se lo ofreció a Lucía, cuando le pareció que el llanto amainaba. Ella le dio las gracias y, al ir a llevarse el pañuelo a la nariz, se dio cuenta: era azul. ¡Era azul! Ese color intenso que tenía el cielo por la tarde en su imaginación y en sus sueños. Abrió y cerró los ojos y lo seguía viendo: el azul del pañuelo, el ocre del camino, los zapatos verdes del caminante… Todo tenía color. ¡Y ella lo veía!


Gritó al aire los colores mirando a su alrededor, mientras bailaba, saltaba, agitaba los brazos eufórica. Y el viajero pensó que el nudo de su corazón ya se había desecho, así que su paso breve por esa mal llamada Ciudad Gris había concluido.