Hoy escribo con vistas, y al aire libre. La levísima brisa mece la hamaca que cuelga a mi lado. Observo el perfil desdibujado de la sierra árida que se esconde tras la bruma del Levante en el parque del Cabo de Gata.
Normalmente, si se puede hablar
de normalidad o de hábito, en la
cadencia de mis entradas al blog (ahora me vendría bien uno de esos emoticonos
del monito tapándose la cara, como en signo de vergüenza, sonrojo o, incluso, en
solicitud de perdón), escribo desde mi mesa del ordenador, en casa, con vistas
al patio interior y a la ropa tendida de los vecinos.
Ahora mismo, en el porche de mi
habitación en la casa rural en la que ya casi somos asiduos (y vuelta a la
cuestión del manejo temporal de los ritmos y la regularidad), me siento más
escritora.
Es como un juego. Días de soledad
y silencio en uno de los parajes naturales más propicios para encontrarlos.
Observo…
La aspereza del terreno, la
vegetación que resiste al calor y la falta de humedad, ofreciendo sus formas
estrafalarias y singularmente bellas. El mar, al fondo, marcando con su azul
profundo un contraste brutal con los ocres del terreno. Las flores de las pitas,
emergiendo en su canto del cisne, majestuosas, para morir entregando su
fecundidad a la tierra.
Escucho…
Podría haber música de fondo,
pero prefiero el roce contra el suelo de las flores secas de la buganvilla que
se arremolinan en la esquina junto a la hamaca, y el batir de las ramas de la
palmera y del ficus. Las chicharras se ponen en marcha, la melodía diurna del
verano. La nocturna, claro está, corre a cargo de los grillos.
Siento…
La piel ligeramente tensa tras el
día de playa de ayer. Olas, algas, sal, arena y sol.
Y, además, me observo desde fuera
como si pasara por aquí, como si fuese otro turista más de la casa, y veo a esa
chica, tecleando en su portátil, e imagino que narra una historia, un drama
intimista, o, tal vez, escribe un artículo en defensa del medioambiente, en el
corazón de un parque nacional, rodeado de plásticos de invernaderos que parecen
mares alternativos al otro lado del mar.
Es interesante observarse como si
de un tercero se tratase, uno que pasa por aquí, sin saber nada de mí, y me
mira, y se forma su idea. Esta vez elijo imaginarme como una mujer que ha
descubierto que crear está en sus manos, en sus dedos. Esa mujer lleva mucho
tiempo dándole vueltas a ciertas dualidades, y parece que recién empieza a
encontrar el hilo que las une, que les da continuidad, que convierte la letra “O”
en “Y”. Y le apetece hablar de ello.
Hay dualidades internas: Vivir o
escribir. Orden o caos. Ego o unión. Salir o no salir de la zona de confort. El
miedo como enemigo o como aliado. Dejarse llevar o tomar las riendas. Seguridad
o riesgo.
Y las hay externas: Izquierda o derecha.
Empresa o trabajador. Creyente (en cualquier religión, ideología, terapia, sistema
social) o no creyente. Altruista o egoísta. Autóctono o extranjero. Normal o
diferente.
Posiblemente tenemos una
sobredosis de “oes”, que nos llevan a posicionarnos, a encasillarnos y
pertrecharnos de argumentos sólidos con los que levantar nuestras murallas
defensivas, si no de ataque.
Es más sencillo trazar una “o”,
pero a veces los círculos, que nos protegen y nos dan seguridad, también nos
encierran, nos limitan y nos hacen perdernos la riqueza que hay “más allá”.
Y esas son las cosas que piensa
la mujer que escribe en el porche junto a la hamaca.
Ahora, se levanta, deja el pareo
sobre la hamaca y camina hacia la piscina. Hoy no tiene ganas de lanzarse de
cabeza, baja por la escalera despacio, sintiendo el frescor subiendo desde los
pies hasta que el agua la cubre hasta el cuello. Da una voltereta, le alegra
poder hacerlo sin marearse. Por lo visto, no era la edad, era la falta de
costumbre.
Mención especial a La Datilera, un lugar sencillo y acogedor en el paraíso almeriense.