La
puerta se elevaba ante ella con toda su inmensidad, con toda su solemnidad,
blindando completamente el acceso a la Ciudad de los Deseos, que permanecía al otro lado
infranqueable.
La
mayoría de las historias acaba bien. De hecho, Dilshad lo había oído decir a su
madre cientos de veces: “al final todo acaba bien; y si no acaba bien, es que
aún no es el final”. Pero ella empezaba a pensar que la suya era una de esas
pocas historias que se quedan por ahí, rezagadas, olvidadas en la memoria de su
autor, con un final triste o inacabado.
Dilshad
era alegre, como su nombre, risueña, animosa. Y tenía un sueño. Y como todos,
un día partió rumbo a su sueño. El viaje fue largo y lleno de aventuras. En
cada etapa del camino creció y aprendió tanto que a veces le costaba recordar
quién era en realidad y hacia dónde caminaba. Pero seguía adelante.
En
algunos momentos olvidó su rumbo y se detuvo más tiempo de lo planeado en un
rincón del camino, disfrutando del cariño de las gentes de un pueblo, de su
calor, de sus alimentos. Pero una voz interior siempre terminaba por recordarle
que debía proseguir su camino.
Recorrió
senderos lúgubres, vericuetos mínimos a través de bosques tan cerrados de
vegetación que entrar en ellos era entrar en la noche perpetua. Subió montañas,
se baño en lagos, se sentó en cientos de piedras al borde del camino para
tratar de recordar cuál era su objetivo y recordar el impulso que la había
puesto en marcha.
Algunas
noches lloró en soledad por sentirse muy lejos de los suyos, muy lejos de ella
misma, porque a fuerza de caminar, se empezaba a olvidar de lo que su corazón
deseaba… pero ya estaba demasiado lejos para volver atrás a recordarlo.
Así,
pasaron los meses, incluso los años, y Dilshad continuaba en su viaje hacia la Ciudad de los Deseos, donde
el Gran Sabio le entregaría la fórmula secreta para conseguir lo que soñaba.
Una
mañana, desde una colina, vio a lo lejos la fortaleza majestuosa de la que
tantos le habían hablado: la
Ciudad de los Deseos, con su muralla de piedra y su enorme
portón de madera recia.
Reavivó
su entusiasmo y se hizo con las últimas fuerzas que le quedaban para recorrer
los escasos kilómetros que la separaban de su destino. Caminó con el corazón
desbocado y la sonrisa de oreja a oreja. Mientras concluía su viaje, iba
recordando los mejores y los peores momentos vividos para llegar hasta aquí y
se sintió cansada, como si se hubiera hecho vieja de repente, bajo el peso de
los pasos dados.
Y
llegó a la puerta. Majestuosa, formidable, alta como seis veces ella, color
ébano, con preciosos repujados y una solidez incomparable. Llamó, pero nadie
hizo por abrir, gritó, golpeó con fuerza la gran aldaba, sin resultado.
Trató
de rodear la muralla, buscando un resquicio por el que pasar, pero la piedra
era compacta y tan inabordable como el portón.
Jamás
imaginó que la Ciudad
de los Deseos estaría cerrada. Protegida, sí, pues había mucho desaprensivo que
podría aprovecharse de la sabiduría del gran Jalal-adín, pero encontrarla así,
inexpugnable… nunca.
Pensó
que tal vez era algo temporal, quizás estaban revisando la protección de la
ciudad y por eso se hallaba tan aislada, tan incomunicada con el exterior.
Seguramente, en un rato abrirían la gran puerta y podría explicar a los
vigilantes el motivo de su visita, para conocer al gran sabio.
Pero
las horas pasaron, y llegó la noche y la mañana siguiente; y una noche más, con
su madrugada… y la fortaleza no se abría. Las fuerzas y los víveres de Dalshad
se agotaban, y su paciencia, y su alegría, y sus ganas.
“La
puerta no se va a abrir, vete ya”, le decía una voz por dentro. “No, espera un
poco, tal vez…” A su otra voz interior no se le ocurrían ni excusas que
justificaran la situación.
Y
Dalshad seguía sentada, al pie de la puerta enorme, mirando hacia arriba y
luego hacia el suelo, y empezando a desesperarse…
“No
todas las historias acaban bien”, pensó. Y al ese pensamiento por su mente, se
abrieron las compuertas de su tristeza acumulada, de su desesperanza, y sus
ojos se convirtieron en fuentes de lágrimas sin medida. Años de espera, de
búsqueda… cada paso era un paso inútil ahora, cada ilusión era un espejismo
absurdo, cada minuto de viaje era tiempo perdido.
Y lloró con amargura e impotencia ante el final frustrado de su
viaje.